Este primero de junio se realiza un ejercicio único en la historia de México —y raro en el mundo—: se elegirá a las personas juzgadoras, a quienes administran justicia.
Esta jornada electoral es difícil no solo porque es la primera vez que se realiza, sino también por el nivel de información que se necesita para ejercerla correctamente. Al ser la primera elección, mostrará errores en su implementación y abrirá oportunidades futuras, una vez analizada con objetividad.
Los detractores de elegir al poder judicial argumentan, de una u otra forma, que las leyes no se votan, que esos cargos deben ocuparlos personas que saben, que han estudiado las leyes, que son serias y, en cierto modo, incorruptibles. Proclaman que estas personas salen de la escuela de derecho, trabajan arduamente y están blindadas contra las tentaciones materiales y las ambiciones meramente personales.
Aun así, en lugar de detallar por quién votar, argumentar la congruencia de uno u otro candidato, o repasar su biografía, tomaré una visión más amplia y distante —tal vez tan lejana que se pierda el punto que intento hacer. Aun así, asumiré ese riesgo, pues la empresa lo exige.
Intentaré elaborar una reflexión sobre por qué es relevante escoger a quien juzga, y por qué esa persona debe tener, más que una técnica implacable para aplicar la ley, una visión humana de la justicia. Para ello utilizaré el caso de Porcia, de El mercader de Venecia, de William Shakespeare.
Una libra de carne
En El mercader de Venecia se muestra, de forma cruda, cómo la aplicación estricta de la ley y el respeto al contrato pueden ir más allá de lo cómico y caer en lo lúgubre y macabro.
Brevemente: el mercader veneciano Antonio ayuda a su querido amigo Basanio prestándole dinero (o más bien, crédito) para cortejar a Porcia, una mujer “muy rica y noble”. Antonio no tiene el dinero en ese momento —todo está invertido en expediciones marítimas, en barcos en altamar—, pero su buen crédito permite a Basanio conseguir el préstamo con Shylock, un judío usurero humillado por la comunidad veneciana.
Motivado por esta discriminación sistemática, Shylock redacta un contrato que establece que, si no se pagan los tres mil ducados a tiempo, podrá cortar una libra de carne de donde él decida. A estas alturas sabemos que es una comedia solo porque, al final, las parejas enamoradas terminan casadas —y toda comedia, por convención, termina en nupcias—, pero el asunto se vuelve más interesante.
Como en casi todas las obras del Bardo, es en el acto III donde se despliega el tema central en toda su plenitud. Basanio resuelve el enigma de los cofres —una prueba impuesta por el padre de Porcia para proteger su herencia— y gana su amor.
Cuando Porcia se entera de que el buen amigo de su prometido no podrá pagar la deuda, se disfraza de abogado y se presenta en defensa de Antonio. Allí pronuncia su célebre discurso sobre el “don de la clemencia… que no se impone, sino que bendice al que la otorga y al que la recibe”, argumentando que, si lo pensamos bien, todos terminamos alguna vez pidiendo clemencia al final de nuestros dias.
Pero Shylock permanece impasible y exige el cumplimiento del contrato. Basanio y los suyos piden piedad y ofrecen el doble del dinero, ahora que la alianza con Porcia trae riquezas. No importa. Shylock se niega y exige la ejecución literal de la ley: de no hacerlo así, afirma, se pondrá en juego la credibilidad de toda la República de Venecia.
Porcia, dada la situación, concede que se respete el trato. Shylock afila su cuchillo, listo para cortar la libra de carne cerca del corazón de Antonio, garantizando su muerte. Entonces, Porcia elige observar la ley como Shylock exige: con frialdad técnica. Declara que, si bien el contrato otorga una libra de carne, no autoriza derramar una sola gota de sangre. En un giro irónico, Shylock queda humillado, arruinado, y las parejas se preparan para casarse. Antonio, sin embargo, termina solo. Haberlo arriesgado todo tiene su costo.
Shylock nunca pidió la clemencia que se negó a otorgar.
¿Qué significa todo esto? Muchas cosas. De hecho, la obra ha sido interpretada de mil maneras.
Es fácil reducir todo al castigo justo del vengativo Shylock. O, por el otro lado, elevar el acto heroico de Porcia como un triunfo de la prudencia. Pero, en el análisis más crudo, todos —incluida Porcia— son personajes profundamente corruptos, motivados casi exclusivamente por lo material. No lo ocultan: lo muestran en cada paso, en cada discurso.
En la Venecia de esta obra, todos son banales, injustos y crueles. A falta de vínculos consanguíneos, todo es transacción, riesgo y empresas fallidas.
Aun así, Porcia resulta ser, quizás, la menos corrupta. Y eso basta para convertirla en un ejemplo —para la audiencia de su tiempo, y para nosotros ahora— de lo que podemos aspirar a elegir.
El contrapaso
El caso Wallace es la gota de sangre que sí se derramó.
Con base en pruebas falsas (literal una gota de sangre), César Freyre, Juana Hilda González y los hermanos Tony y Albert Castillo fueron procesados por un asesinato cuyos restos jamás se encontraron.
El crimen, fabricado a todas luces para avanzar una agenda personal —la de la señora Isabel Miranda de Wallace—, ejemplifica cómo la justicia sirvió, durante los años más oscuros de la historia reciente del país, para que quien tiene el poder tenga la justicia. La Venecia del México sin Porcia.
Escojamos a personas que, siendo menos corruptas, busquen mejorar los procesos que, aunque nunca serán perfectos, sí pueden perfeccionarse.
Votemos por Porcia.