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Las redes

Platón, en uno de sus diálogos menciona que, es regla general que aquello que hace el mayor bien puede de la misma manera hacer el mayor mal. Ejemplo fácil: la televisión. Puede educar, transmitir conocimiento, abrir horizontes… o puede ser usada para manipular, para llenar la cabeza de mentiras, vender comida chatarra y repetir narrativas falsas. Un arma de doble filo en manos de quien posee estos medios y un sistema económico que lo permita.

Las redes sociales, que ya existían, comenzaron a expandirse en México entre 2007 y 2010, impulsadas por el aumento en el uso de smartphones y el acceso a internet. Facebook se popularizó rápidamente a partir de 2010 y se convirtió en la plataforma dominante. Twitter ganó relevancia, especialmente entre periodistas y usuarios políticamente activos desde 2009, y YouTube creció con fuerza a partir de 2010, dando origen a una comunidad activa de creadores de contenido. El crecimiento se consolidó en la década de 2010 gracias a la mayor conectividad, planes de datos más accesibles y el auge de los influencers locales.

Esto significó algo crucial: durante el sexenio de Peña Nieto, cada vez más personas teníamos acceso a la información. Quizá no completamente independiente, quizá no perfecta, pero al menos sin intermediarios oficiales. Con un teléfono barato y un plan de datos decente, podíamos enterarnos en tiempo real de cómo la clase política perdía credibilidad (o, siendo honestos, cómo quedaba claro que quizá nunca la tuvo, solo que antes no lo veíamos).

Pero lo más valioso era que podíamos ver el trabajo constante de Andrés Manuel. No solo los discursos actuales, sino todo su historial: años de resistencia, de recorridos, de palabras y planes. Bastaba meterse en YouTube para encontrar joyas como el debate con Diego Fernández de Cevallos en 1998. Ahí estaba AMLO, paciente, terco, firme, diciendo cosas que volvería a decir —con mejor transmisión, con mejor audio— en la campaña de 2018. Pero lo impresionante no era la novedad, sino la congruencia. Lo que antes solo intuíamos de estómago, ahora podíamos constatar en pantalla. Las ideas no se habían diluido con el tiempo: se habían afilado.

Y al mismo tiempo, las redes nos ayudaron a ver el otro lado: las biografías maquilladas, las vidas falsas, las promesas incumplidas del PRI, del PAN, de todos los que habían jugado al cambio solo de nombre. Las élites políticas siempre quisieron controlar los medios, hasta que ya no pudieron. De repente, la política dejó de ser algo lejano y sofisticado para convertirse en lo que siempre fue: una guerra de todos contra todos. Y nos dimos cuenta de algo más duro todavía: no solo nos habían engañado los políticos. Nos había engañado la cultura misma, esa que había desprestigiado la política al punto de hacernos olvidar que, en el fondo, debería ser un instrumento para avanzar ideales, no solo ambiciones personales.

Cuando votamos en 2018, estábamos cansados. No iba a ser fácil. Las campañas sucias contra Andrés seguían, no bajaban el ritmo. Pero esta vez, algo había cambiado. Esta vez, nos habíamos dado cuenta. Y cuando un pueblo se da cuenta, es casi imposible detener el impulso.

Como disco rayado

Lorenzo Meyer, intelectual y alguien cercano a Andrés, cuenta en una entrevista que, durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, le preguntó cuál era su objetivo final, llegara o no a la presidencia. Meyer probablemente esperaba una respuesta del tipo “acabar con la pobreza” o “hacer México un lugar menos desigual” o de plano “eliminar a la Mafia del Poder”. Pero no: la respuesta fue mucho más sencilla. Andrés dijo: “hacer que las personas sientan que el gobierno es suyo”. Andrés hablaba de algo más profundo: de poner la revolución de las conciencias en el centro, de transformar la vida pública, de crear un vínculo entre pueblo y poder que, si llegaba a desviarse, pudiera ser corregido en consenso. Una revolución constante y sostenible, no de las que huelen a pólvora y barricadas, sino de las que huelen a consultas populares y debates sanos, de representatividad. 

Cuando Andrés llegó a la presidencia en 2018, inauguró lo que llamó la Cuarta Transformación de la vida pública de México. Así, con mayúsculas. Nada de reformas parciales ni ajustes cosméticos. La tercera fue la vencida y lo fue. 

Como dije al inicio, yo, como tantos millones de mexicanos, había seguido la carrera de Andrés Manuel López Obrador de algún modo, marginalmente. Para mí, la política siempre había sido un interés intelectual, una curiosidad. No era exactamente lo primero que pensaba al despertar. Para la mayoría, la política era un ruido de fondo. Algo que estaba ahí, pero no urgía atender, como el foco fundido del baño.

Pero a inicios de 2018, algo cambió en el aire. Un giro casi imperceptible, pero innegable. Amigos, vecinos y gente que antes no opinaba comenzaba a hablar de política. Mi propio papá, que pocas veces levantaba la voz en estas cuestiones, empezó a hablar apasionadamente de su “gallo”. Las discusiones sanas (y las no tan sanas) surgían en cualquier lugar: en las comidas familiares, en la fila del banco, en el puesto de tacos o de perritos.

En los medios, AMLO nunca había desaparecido del todo. Los grandes corporativos lo mencionaban cuando no había escapatoria, mientras los opinadores y analistas políticos lo seguían monitoreando porque debían. Para las elecciones de 2018, el ambiente era una mezcla cargada: hartazgo, enojo, esperanza. Sentía que el aire estaba más denso, más politizado, como si el país entero contuviera la respiración. Y el 1 de diciembre de ese año, efectivamente, todo cambió. Yo me había desconectado un poco (tal vez ese era el plan maestro del neoliberalismo: mantenernos distraídos con todo menos de política). Pero entonces llegaría el recordatorio diario en forma de conferencias mañaneras. 

Cualquier transformación política necesita comunicarse adecuadamente. No importa cuán agresivas sean las reformas, cuán progresiva sea la agenda, cuán ambicioso sea el plan. 

No era casualidad. Ya había practicado este músculo cuando fue jefe de gobierno, con sus conferencias diarias, afinando el arte de explicar, matizar y repetir como disco rayado. Y más allá de eso, Andrés había aprendido de los grandes: de las Fireside Chats de Franklin Delano Roosevelt, por ejemplo, aquellas famosas charlas de radio que usó para explicar a la gente común los avances del New Deal. Roosevelt entendió que, para transformar un país, no basta con tener ideas: hay que invitar a la gente a la mesa, hacerlos partícipes, contarles el cuento completo. Claro, FDR tuvo un pequeño problema: no había YouTube en su época.

Las mañaneras eran conferencias de prensa en el Palacio Nacional, transmitidas de lunes a viernes a las 7 a. m. Bueno, en teoría. En la práctica, solían empezar a las 7:30, después de las reuniones de seguridad. Sobre las mañaneras se dijeron muchas cosas. Las buenas: que marcaban agenda, que hacían pedagogía política, que informaban en tiempo real, que educaban, que incluso entretenían (con las canciones de Chico Che que sonaban de vez en cuando, como si fueran el soundtrack no oficial del gobierno). Pero también hubo críticas: que eran espectáculos llenos de medias verdades (o enteras, según a quién preguntaras), que distraían, que había reporteros a modo, que los halagos eran excesivos, que AMLO hablaba despacio, que divagaba, que no siempre sabía a dónde quería llegar.

Y, sin embargo, Andrés había logrado algo notable: fundó su propio medio. Uno donde podía hablarle directamente a todos, simpatizantes o no. No necesitaba que Televisa ni Reforma le abrieran espacio; él tenía su micrófono y una mampara. Y lo cierto es que eso aumentó su popularidad y amplió su aceptación. De repente, muchos entendimos qué se estaba haciendo, cómo se avanzaba, qué decisiones se tomaban. Era una forma directa —a veces brutalmente directa— de desglosar los acontecimientos. Incluso en momentos tan disruptivos como la pandemia, podíamos escucharlo, explicar, matizar, calmar (o encender) los ánimos.

Para mí, fueron las mañaneras las que me trajeron de vuelta. Me devolvieron al mundo de mi amigo, al de la política nacional, al de los proyectos de nación. Fue, sin duda, más que las respuestas puntuales: eran las preguntas, las conexiones que hacía con la historia mexicana, lo que la hacía más cercana, más relevante. Desde el extranjero, yo lo escuchaba y poco a poco iba recordando todo lo que aquí he escrito: cómo la actividad de un activista, convertido en político, convertido en presidente, se conecta con la realidad de un país. Todo tenía sentido ahora. Nos habíamos tardado en escucharlo, pero la tecnología lo hizo posible. Nos permitía revisar nuestra propia biografía todos los días. Y Andrés lo disfrutaba. Creo sinceramente que, para él, salir cada mañana a repetir sus ideas (más que no contestar algunas preguntas o hacerlo de otra manera) no era solo un ejercicio de comunicación: era una reafirmación diaria. Un recordatorio para sí mismo, de porque hacía lo que hacía.

Andrés hacía memoria histórica todos los días. Cada mañana recordaba las tropelías, las canalladas, las hipocresías de la famosa “mafia del poder” —ese matrimonio poco romántico entre el poder económico y el poder político. Claro, no siempre ahondaba demasiado; no era un seminario universitario ni una clase de doctorado. Pero era indispensable recordar a quienes solo pretendían cambiar las cosas y no solucionaban nada, y, al mismo tiempo, rescatar la memoria de quienes, desde la Independencia, habían propuesto un camino más justo, más igualitario, aunque muchas veces terminaran olvidados en los márgenes de los libros de texto.

Fue la historia —su manera de usarla, de enlazarla con el presente— lo que me enganchó todos los días. Lo que me llevó a leer todos sus libros. Andrés había entendido algo crucial: no se trataba solo de no repetir los errores de México, sino de no repetir los errores de América Latina. Sabía que garantizar los apoyos sociales en la constitución como derechos no era una dádiva divina ni una gracia presidencial (como terminó pareciendo en Brasil), sino un deber del Estado. Sabía que las reelecciones eran trampas disfrazadas de continuidad (y que incluso Juárez cayó en ese pecado). Y como Franklin Delano Roosevelt, entendió que había que repetir, una y otra vez, como disco rayado, las lecciones. Porque si no se repiten, se olvidan. Y si se olvidan, se pierden.

Recuerdo que durante mi luna de miel, viajando por Perú, me tocó ver —literalmente escuchar— cómo en Lima sonaban las cacerolas pidiendo la destitución de un presidente de izquierda que había llegado por voto popular. Poco tiempo después, Pedro Castillo fue destituido. Y pienso: si hubiera tenido mañaneras, ¿habría sido distinto? Quizá sí. Quizá no. Pero lo cierto es que las conferencias, más allá de sus aciertos y defectos, eran un instrumento poderosísimo de politización.

Porque, claro, se cometieron errores en la conducción del gobierno. En la lucha contra la corrupción, en la construcción de un Estado justo, en las decisiones cotidianas. Los errores son humanos. Pero a pesar de esos tropiezos, no hubo traición. Eso es lo que quedó. La sociedad no se polarizaba, como muchos decían; se politizaba. Y quizás, solo quizás, ahí se empezaba a materializar aquella respuesta que Lorenzo Meyer buscaba: una sociedad más despierta, más crítica, más involucrada. Una que sentía, como siento yo, que el gobierno es mío.

Amor con amor se paga 

Andrés nos recordó muchas cosas que habíamos olvidado con los años. Cosas que generaciones enteras habíamos dejado de lado y que, como jóvenes, nos tocaba reconstruir. Y lo hizo de una manera sencilla, usando palabras simples, para todos. Se decía que hablaba muy despacio en sus mañaneras, que parecía estarse escuchando a sí mismo. Y puede ser. Pero al escucharlo, cualquiera —cualquiera— entendía exactamente lo que decía. Y en un país donde tantos políticos hablan en clave, en burocratés o en puro humo, eso no es poca cosa.

Le devolvió a la política el lenguaje del servicio al pueblo. Después de sumergirme por completo en su historia, sus libros, su lucha, no pude evitar que mis propias decisiones empezaran a estar teñidas por conceptos que había escuchado de él. No porque fueran suyos —porque muchos venían de otros lugares— sino porque él los había sintetizado, los había repetido, los había encarnado a lo largo de los años. “Prohibido prohibir.” “Si no suena lógico, suena metálico.” “Tonto es el que piensa que el pueblo es tonto.” Frases como esas se quedan con uno por mucho tiempo. 

Me dio a mí, como a millones de personas más, un referente. Un ejemplo de que la política, de que servir a los demás, es una de las cosas más dignas que existen. Sí, lo sabíamos. Pero no teníamos un referente tan claro. Alguien que nos lo mostrara en tiempo real, todos los días, con todas sus luces y todas sus sombras. Ese tabasqueño amigo de poetas, de trovadores (como mi Silvio Rodriguez) había cambiado mi vida de una manera significativa.

Y así, después de todo este viaje —personal, político, histórico— compilé un pequeño manual, breve, pero sentido, de lo que nos deja mi amigo:

Nos deja a los jóvenes la receta de cómo revolucionar, de cómo cambiar un país. No solo con teoría (sus libros) sino su vida, su biografía. AMLO, además, sería el único presidente en estudiar Ciencias Políticas de todos los jefes de Estado de México.
Abro hilo:

  • Estudia la historia de tu pueblo, de tu ciudad, de tu estado, de México. Y verás los problemas de tu gente.
  • Sal e involúcrate con las personas más vulnerables y aprende de ellos y ellas. (Su tiempo en la Chontalpa con el INI)
  • Formaliza tus estudios para estructurar tus pensamientos, pero no te enamores de los estudios que no te hacen una buena persona, sino de la aplicación para el beneficio social. Andrés estudió Ciencias Políticas y Administración Pública en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
  • Busca cargos públicos (posiciones dentro de partido, gobernatura, presidencia) para poder tener mayor influencia y no enriquecerte. El pueblo no olvida y, si tus intenciones son nobles, ellos te ayudarán.
  • Busca democratizar los procesos, dándole a todos más decisión, pero sobre la marcha. Ningún proceso es perfecto, pero es perfectible. (Su tiempo en el PRI en Tabasco le ocasionó problemas).
  • Toma decisiones difíciles (Andrés rechazó la Oficialía Mayor y abandonó Tabasco y el PRI de su mentor Enrique González Pedrero).
  • En momentos en que sientas que te quiebras, sumérgete en el pueblo, sal de ti, escucha los problemas de tu gente y continúa la lucha. (Los Éxodos por la Democracia, las marchas, las tomas de calles, el Zócalo).
  • Conoce y recorre el país que quieres servir y recoge los sentimientos del pueblo.
  • El momento llegará y más personas (generaciones) verán lo que haces y lo congruente que has sido. (La revolución tecnológica y las redes sociales mostraron a los jóvenes la lucha que venía haciendo Andrés).
  • No a la violencia; nada a la fuerza, todo por la razón y el derecho. Si no puedes por los canales y formas tradicionales, busca con paciencia y terquedad crear los tuyos. (Fundador de MORENA en 2013).
  • Al llegar a una posición de influencia, continúa siendo sencillo, humilde, pero defiende a capa y espada los principios con ese amor y respeto que se requiere para con el pueblo.
  • Rodéate de gigantes y delega, pero supervisa; hay muchas expectativas y el camino es largo.
  • Comunica usando el lenguaje de la gente, para que vean que el gobierno es suyo, y hazlo lo más seguido posible. Repítete como disco rayado que la política lo requiere.
  • Prepara el terreno para el siguiente turno y pasa la batuta a la próxima generación.
  • Retírate, que el pueblo conservará tu legado.

Gracias, Andrés Manuel López Obrador. Hasta siempre, presidente.

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