Un peligro para México
Mis años de bachillerato fueron, sin duda, aquellos en los que conocí a las personas más inteligentes, a los profesores cuya influencia sigue atormentándome dulcemente, y a los amigos con quienes todavía me desahogo como si el tiempo no hubiera pasado, pero con más crisis de chavorruco. Estudiábamos en la entonces Preparatoria Oficial (parte de la Universidad de Guanajuato), donde la disciplina era opcional y la responsabilidad era como el ejercicio: recomendado, pero totalmente evitable. Nadie te obligaba a entrar a clases, nadie te registraba al entrar y, salvo tus propios demonios internos, nadie más sabía si estabas aprendiendo algo (salvo los exámenes finales) o simplemente perfeccionando el arte de mirar al vacío. Era una experiencia diametralmente distinta a la secundaria federal, donde el código de vestimenta y peinado parecía diseñado por aquel aprendiz a dictador que era el prefecto Manuel.
Y aunque la política no era un tema que nos quitara el sueño (ese lugar estaba reservado para el examen de Biología del profesor Sandoval), empezábamos a ser más conscientes de nosotros mismos, del amor no correspondido, de fascinación por el conocimiento, y de la existencia milagrosa del internet, que en aquellos momentos se encontraba en pañales. La computadora de escritorio era nuestro oráculo, si bien uno que dependía del humor de la línea del fax.
En ese consomé espeso de ingenuidad y exploración flotaban las elecciones de 2006. La información que nos llegaba era más maliciosa que un meme fuera de contexto: escasa, manipulada y, francamente, insultante. Del candidato del PAN sabíamos tanto como de lo que pasaba en Big Brother, pero del candidato del PRD… Ah, de ese sabíamos todo lo malo, servido en bandeja de plata y repetido como mantra: los segundos pisos, las pensiones, el “fiasco” del Paraje San Juan, el circo del desafuero. Todo presentado como si cada acción suya hubiera sido una plaga bíblica, versión chilanga. Pero ya viendo el cuadro completo —lo que hizo mi amigo al llegar al poder— uno entiende que la historia tenía otros ángulos, otros matices… y que la televisión nacional probablemente había firmado contrato con el diablo (o al menos con un publicista particularmente maquiavélico).
Recuerdo el spot televisivo como se recuerda una mala broma en una fiesta familiar: “Segundos pisos: se endeudó. Pensiones: se endeudó. Triplicó la deuda. Y si llega a presidente: devaluación, crisis, desempleo… un peligro para México”. No era un mensaje, era un conjuro para espantar a las abuelas. Y así, de manera ilegal y torpe —como quien hace trampa en el dominó y aun así pierde— el PAN trataba de liquidar políticamente a López Obrador. Nosotros, todavía incapaces de votar, mirábamos ese espectáculo de fuegos artificiales mediáticos con una creciente sensación de desconfianza. Una desconfianza que, irónicamente, era justo lo que buscaban… y así perdíamos todos.
Una vez más, la campaña se había convertido en una suerte de concurso nacional de calumnias. Era como ver a una tía chismosa con presupuesto millonario y acceso a todos los canales de televisión. La guerra sucia contra AMLO no era novedad: la habían estrenado con entusiasmo en 2006, y como toda mala costumbre, la repetirían con cariño en 2012 y 2018, cambiando apenas el personaje que las injuriaba.
En ese entonces, un buen amigo me juraba que el nombre real de López Obrador era Manuel Andrés, lo que convenientemente explicaba por qué le decían MALO. A falta de redes sociales y cadenas generadas con ChatGPT en WhatsApp, los rumores se propagaban más por stickers en bochitos: “Sonríe, vamos a ganar”, decía uno que vi, acompañado de un diminuto amlito feliz. En León, ciudad natal del presidente en turno, Vicente Fox, el ambiente era más de continuidad que de cambio. No revolución, sino más bien recalentado panista servido con promesas recicladas y tatemadas.
Éramos jóvenes, verdes, como aguacates duros, felices, cantando Fernando Delgadillo o Silvio Rodríguez, bailando y viajando, mientras el país se despolitizaba a ritmo de un cinismo y una falsa guerra contra el narco. Si todos los políticos eran iguales —como repetían algunos con la sabiduría de quien no ha leído ni un folleto electoral—, ¿para qué molestarse en saber más? Pensar, leer y debatir eran vistos como actividades sospechosas, quizá incluso subversivas.
Y, sin embargo, esos años estuvieron marcados por una calumnia desbordante. Un tabloide de derecha, con más imaginación que los guionistas de telenovelas, aseguraba que López Obrador había asesinado a su hermano (¡por favor!), que expropiaría casas, que ya era un dictador en la capital, que organizaría una guerra si perdía (espóiler: no lo hizo), y que era, en la imaginación de Enrique Krauze, el Mesías Tropical. Todos estos horrores venían en cadena de correos electrónicos, en una época donde uno no distinguía bien si lo que recibía era verdad, spam o simplemente un virus del cual no había cura desinformática.
Y así llegó el 2 de julio. La gente fue a votar con civismo, esperanza y bloqueador solar. Yo tenía 17 años, así que solo podía mirar desde la banca, con frustración adolescente. Los resultados tardaron en aparecer, y fue hacia la medianoche cuando el presidente del IFE anunció que, por un margen que parecía una broma estadística, Felipe Calderón se había llevado la victoria. 0.56% de diferencia. La coalición “Por el Bien de Todos” y AMLO perdían así la contienda más cerrada en la historia de nuestra aún joven democracia. Mientras el PRD y la oposición pedía recontar cada voto, el oficialismo insistía en que con uno solo se ganaba y que deberían ser buenos perdedores, democráticos, decían. Uno. Uno solito. ¡Qué precisión quirúrgica, qué conveniencia tan exacta!
El obradorismo salió a la calle. La concentración inicial mutó en resistencia y, como pasa con todo grupo humano bajo presión, llegó un momento en que se entendió que los poderes fácticos —esos seres invisibles que nunca dan entrevistas, pero siempre ganan— no iban a ceder.
El malestar subió de tono. Mientras algunos simpatizantes más fervorosos proponían tomar el aeropuerto o bloquear carreteras, mi amigo optó por una estrategia más sobria: plantarse en el Zócalo y Paseo de la Reforma. Así, con dignidad, convicción y probablemente un buena espalda a prueba de quiroprácticos, él y otros miles decidieron no moverse hasta que hubiera recuento de votos.
La crítica mediática llegó más rápido que una pizza. En las noticias solo se hablaba de los “disturbios” causados por el plantón, los millones de pesos perdidos a diario, y las molestias a los empresarios, a los automovilistas y, en general, a toda persona que hubiera olvidado cómo se veía la resistencia democrática. Todo esto —decían los noticieros con voz dramática— por el capricho de un mal perdedor. Y como si el universo necesitara reforzar el olvido, en cuanto se encontraron a los famosos pescadores náufragos de San Blas, el tema del plantón desapareció de pantalla. Confirmando así una verdad incómoda: la televisión puede prestarte el micrófono, pero te lo quita en cuanto aparezca otra historia.
Por mi parte, mis primeros dos años pasaron en un estado de minimalismo académico y pasión por la guitarra, por la trova, preocupándome el mínimo de la vida pública. Lo único que me interesó de verdad en ese momento fue que Silvio Rodríguez estuvo presente y canto ante los manifestantes, seguramente la del “necio”
Y así, cuando uno fue declarado presidente legítimo y el otro presidente constitucional, la derrota se sintió profunda. El ánimo bajó, el plantón se levantó, pero la lucha siguió. Las críticas se ensañaban con López Obrador, diciendo que había perdido credibilidad. En 2007 publicó La mafia nos robó la presidencia, el título lo dice todo.
Los años perdidos
Hay momentos que nos cambian el curso de la vida.
No sabemos qué hubiese sido sin esos momentos. A veces es una persona, una amistad, un profesor, un evento. En mi caso, fue un profesor convencido de que yo tenía una rara habilidad: caerle bien a la gente. Él me emparejó con otro estudiante igual de raro y polémico, pero más directo, más interesado en la política y menos preocupado por caer bien. Su nombre: Michel Vladímir. La idea era organizarnos, ganar la sociedad de alumnos y obtener exposición máxima ante la generación entrante. No influencers, pero casi.
Para mí, se trataba de aprender a movilizar, a entender cómo pequeñas acciones pueden transformar la vida en la preparatoria. Para Michel, se trataba de cimentar su futuro en la política e incrementar su influencia. Vimos cosas diferentes. Pero funcionábamos. Cuando lo conocí, me impresionó todo: lo que sabía del mundo, su habilidad para hablar con adultos sin parecer que pedía permiso para ir al baño, y ese interés casi obsesivo por la política. Nos hicimos amigos. Y años más tarde, nos fuimos de mochilazo por Europa.
Para mí, también fue un año crucial. Mientras yo descubría la democracia estudiantil, él lidiaba con algo mucho más serio: hacer ver a su base que aún había mucha esperanza. Después de que Felipe Calderón protestó y se levantó el plantón de Reforma, comenzó un recorrido interminable. En varios libros posteriores relata cómo recorrió todos los municipios del país.
En el documental 0.56% ¿Qué le pasó a México?, se muestra esa transición. Las grandes manifestaciones, las marchas kilométricas, y luego… un par de sillas y cinco personas. Una especie de fiesta sorpresa a la que nadie llegó, pero en la que AMLO siguió hablando como si estuviera el estadio lleno. Los medios lo abandonaron. La oposición se desintegró. Y él, en lugar de irse a su rancho a escribir memorias y jugar dominó, decidió sumergirse en el pueblo. Literalmente. Municipio por municipio. Pie plano mediante.
Para mi amigo, no había visibilidad. No había Facebook ni Twitter. No nos enteramos del trabajo a ras de tierra que hacía Andrés. Estaba allá, conociendo el México profundo, escribiendo, leyendo, organizando, sobreviviendo al calor de Tabasco y al hielo de Chihuahua con la misma chamarra. De haber habido redes, probablemente habría tenido un canal de YouTube. Pero no las había o al menos no tan consolidadas como ahora. Se perdió del radar mediático y, en cierto modo, también se perdió un poco en nosotros. Como ese amigo que no actualiza su perfil en años y uno asume que se metió a un retiro espiritual en las montañas. Solo que él sí lo hizo, pero sin WiFi.
Mientras tanto, yo me venía preparando para otro tipo de viaje. No uno de campaña, sino de descubrimiento. Después de la fallida experiencia en la prepa —fallida en lo político, no en lo dramático— pasé un tiempo trabajando, viajando y sobreviviendo en la Ciudad de México. En 2009, Michel y yo emprendimos rumbo a Londres. Salimos sin presupuesto y sin plan. Lo único claro era que el vuelo más barato era a Inglaterra y que mi nivel de inglés era suficiente para pedir permiso para ir al baño.
Íbamos a recorrer Europa por seis meses. Queríamos visitar las capitales de un movimiento político-cultural que Michel me había introducido. Londres fue el inicio porque, bueno, era más barato. Compramos un boleto con Mexicana. Boleto que luego perderíamos porque la aerolínea decidió quebrar. Literalmente. Se declaró en bancarrota.
Los primeros meses fueron un catálogo de oficios humildes: lavaplatos, mesero, cocinero, repartidor de volantes. Y luego, lentamente, llegaron los viajes. El romanticismo. La idea de que todo era posible. O al menos más posible que conseguir una visa para quedarte legalmente.
Mientras esto pasaba, mi amigo Andrés seguía escribiendo libros, sí, pero también protestando contra la reforma petrolera. Años antes de que los hashtags existieran, él ya estaba haciendo “resistencia civil pacífica” con toda la terquedad institucionalizada que eso implica. Como si fuera el último Jedi del artículo 39 constitucional.
Después de 2006, se desató la guerra contra el narcotráfico. Serían años difíciles donde la realidad se manipularía para satisfacer un sistema económico a escala nacional. Lo que se había echado a andar en Guanajuato como modelo de amiguismo económico, ahora desde Los Pinos. Los medios másicos de comunicación ayudarían a rellenar la narrativa. Aunque no les quedaría mucho, los avances de la tecnología estaban a la vuelta de la esquina.
Para mí, los viajes concluyeron de vuelta en México en marzo del 2013, donde contemplaba estudiar alguna carrera que me fascinara, no por su rentabilidad —como tal vez lo hubiese hecho de haber pasado inmediatamente de la preparatoria a la licenciatura. De esta manera comencé a estudiar Relaciones Internacionales y Política. Había perdido tiempo, a mi parecer, pero había ganado perspectiva.
La revolución de la república amorosa
Me refiero a la revolución de la tecnología y la república amorosa que Andrés, en la campaña del 2012, había adoptado como idea central.
La campaña presidencial del 2012 fue diferente a las del 2006. El movimiento Obradorista continuaba y Andrés, que había aprovechado para recorrer dos veces todos los municipios, se candidateaba por segunda vez por el PRD. Los poderes económicos y políticos compraban la presidencia a Enrique Peña Nieto; él representaba al guapo de telenovela que venía a “Salvar a México”.
Mientras tanto, mi amigo Andrés, además de sus propuestas concretas, traía la idea de la república amorosa que encapsulaba sus valores éticos y morales (El amor al prójimo, honestidad, justicia, y fraternidad). El plan era sencillo: limpiar de corrupción y traer dignidad a la vida pública de México. MORENA había sido fundada unos años atrás y esos fundamentos funcionarían para darle más peso moral conforme el PRI de Peña Nieto se descarrilaba hacia la decadencia los próximos 6 años.
Sin embargo, Andrés también cargaba con la mochila pesada de las calumnias. Los ataques seguían llegando, aunque ya con cierto desgaste. ¿De qué vive si no tiene puesto oficial? ¿No es el mismo que “mandó al diablo” a las instituciones (cuando había dicho sus instituciones, refiriéndose a las capturadas por los intereses de siempre)? ¿No llamó a las armas después de la elección del 2012? Todo falso, pero repetido hasta el cansancio. Como un mal remix político que nadie pedía, pero todos oían.
En el desenlace de la elección comprada de Peña Nieto, lo que se dejó ver en los 6 años fue la cara más fea de la corrupción y la hipocresía neoliberal: El pacto por México, la reforma energética, Odebrecht, rápido y furioso, Ayotzinapa. La diferencia —y aquí es donde viene la revolución tecnológica— es que en esos años ya no dependíamos solo de los medios masivos para enterarnos de lo que pasaba. El acceso a las telecomunicaciones, las redes sociales, los portales independientes, todo empezaba a generar una brecha en la narrativa oficial. Si antes era fácil manipular la percepción pública desde la televisión y los periódicos, ahora había más grietas por donde se colaba la verdad.