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Mi amigo Andrés – parte #1

Luis Hernández Calixto

27 abril, 2025

Mi amigo Andrés – parte #1

Luis Hernández Calixto

27 abril, 2025

Introducción

Han pasado ya más de 200 días desde que comenzó la presidencia de la primera mujer en la historia de México. No es cualquier mujer, claro: es de izquierda, científica, judía, activista… básicamente, si hubieran querido inventar una mujer para hacer enojar a machistas persignados, Claudia Sheinbuam sería el resultado. 

Su llegada es el resultado de décadas de lucha colectiva, pero también, seamos sinceros, de una buena dosis de terquedad a prueba de todo: calumnias, malos memes y columnistas del Reforma.

Y, sin embargo, —como todo buen nerd político recién autodescubierto—, sigo sintiendo una especie de deuda sentimental no saldada con Andrés Manuel López Obrador, ese personaje tan polémico, tan caricaturizado, que me cautivó desde mis años de secundaria. Lo conocí (o bueno, lo ojeé de lejos) cuando era Jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal. Yo, apenas un adolescente, más preocupado por mi peinado a prueba de gallos que por los video-escándalos.

Ahora han pasado 210 días – no que los esté contando- desde que dejó la presidencia y, contra todo pronóstico de sus opositores (que el obvio no tiene enemigos), ha cumplido su promesa de desaparecer de la vida pública. Eso, después de más de 30 años de estar en el centro del escenario, polémico, peleándose con todo el que quisiera (y los que no también), politizando, diríamos muchos, polarizando, dirían otros. Liderando la revolución de las conciencias.

Sus críticos lo acusaron durante años de estar a punto de convertir México en un régimen autoritario, como si fuera una especie de Darth Vader de Macuspana. Espóiler: no pasó. Una vez más, demostraron que no entendieron, o no quisieron entender, al hombre que llevaba décadas diciendo exactamente quién era y qué haría: Regresarle a la política la dignidad que malos políticos le habían dado. 

Para mí, Andrés Manuel no fue simplemente el presidente número 65: fue, y sigue siendo, para mí y para millones de mexicanos, una referencia política, casi un amigo (pero con conferencias mañaneras diarias en lugar de cheves los fines). Un amigo en el sentido más noble: alguien que te demuestra, a través de su vida y sus errores, que es posible hacer política con algo más que cinismo. Un referente de una política nacional nueva. Sus acciones demuestran lo posible en la política real, una que no está sometida al influyentísmo y que rescata las lecciones de la historia nacional. 

Inevitablemente, por ser tan arropado con por sus simpatizantes, por odiado por sus detractores, es (y creo seguirá siendo) un ser poco entendido. Por eso, desde 2019, ya con varios años de fascinación encima, me propuse estudiarlo a fondo: leerlo, entenderlo, para comprender más a fondo la política actual. Porque entender a Andrés Manuel no es solo un pasatiempo: es una especie de disciplina espiritual. Como buscar las piedritas en los frijoles o recordar no maldecir durante el tráfico por la mañana.

Ahora, que quede claro: esto no es una biografía ni un estudio serio sobre el Obradorismo. Ya existen libros buenísimos para eso, escritos por gente con títulos, tiempo y paciencia. Ahí está AMLO, con los pies en la tierra de Pinchetti, Crónica de la Victoria de Fabrizio Mejía Madrid, y varios más que se leen con una mezcla de emoción y ansiedad política.

Lo que estás leyendo aquí es otra cosa. Algo más parecido a un testimonio de sobreviviente. Un testimonio escrito por alguien que, mientras intentaba navegar su propia crisis existencial (esa que llega religiosamente a las 3 pm, junto con la necesidad urgente de un café), también trataba de entender por qué Andrés era tan controversial y único.

Así que podríamos llamarlo un pequeño diario del despertar político, en primera persona, pero sabiendo de cierto que millones de personas tuvimos la misma revolución interna. 

Para ello, decidí ponerme serio. Me armé un plan de estudios: leer todas las biografías habidas y por haber, las buenas, las malas, las que parecían escritas bajo efectos de resaca de pulque. También me lancé sobre todos sus libros (bueno, me faltaron dos, ¡pero la intención cuenta!). Todo con el objetivo de entender a fondo al personaje que fundó la Cuarta Transformación y, de paso, darle un poco de sentido a ese México raro, profundo y fascinante que nos tocó vivir. 

Aclaro: no escondo mi simpatía ideológica. Tampoco me hago el objetivo cool que “simplemente analiza las cosas”. Pero prometo sinceridad brutal y crítica —cuando el sesgo me lo permita, claro, que uno tampoco es de piedra—.

Además, crecí en una familia no interesada en la política. Así que este relato es, en esencia, un manual de acción escrito en tiempo real, para otros que, como yo, creyeron por mucho tiempo que la política era un espectáculo lejano… hasta que se dieron cuenta de que todo en su vida, desde el precio del café hasta la crisis existencial de las 3 pm, tiene mucho que ver con ella.

Hacia el final, armé una narrativa sobre cómo resurgió AMLO después del 2012. Porque sí, muchos pensaron que estaba acabado, que se retiraría a escribir sus memorias en Palenque, pero lo que pasó fue otra cosa: una revolución mediática que amplificó el mensaje, que encontró en las redes sociales el oxígeno perfecto para que sus ideas las escucháramos los jóvenes, o quizá las escucháramos mejor.

Y no, con que te vean no basta para resolver los grandes problemas nacionales. Lo que terminó ocurriendo fue la aplicación real de principios de economía política que —sorpresa— ya habían funcionado antes. Desde Roosevelt y su New Deal hasta la política social mexicana, hubo una continuidad que muchos no quisieron ver: políticas públicas diseñadas para la realidad mexicana, con todo y su complejidad, su desigualdad histórica y su amor incurable por el chile (sin albur).

Pero claro, también había una idea de fondo, una que no solo sabía articularse con claridad, sino que podía comunicarse con potencia. Y ahí está la clave. Porque si algo nos enseñaron las redes socio digitales fue que los discursos no solo se escriben… se tienen que comunicar bien. Y fue gracias a esa digitalización brutal del discurso que muchos descubrimos que tal vez Joaquín López-Dóriga y Loret de Mola no estaban exactamente haciendo periodismo. O mejor dicho, que estaban haciendo otro tipo de periodismo: ese donde la noticia se acomoda según quién paga la pauta.

Y así, entre tuits, conferencias, libros y un montón de “¿de parte de quién?, descubrimos a un político que no solo sobrevivió a sus enemigos, sino también a sus caricaturas. Uno que, por improbable que parezca, supo usar las herramientas del siglo XXI para defender un proyecto de nación moderno con una eficacia que ni los influencers vieron venir.

No somos iguales… Bueno, quizá un poco

“No somos iguales”, repetía Andrés Manuel en sus más de 1,400 mañaneras —no que las haya contado. Una frase casi bíblica, como una letanía moderna. Cada vez que alguien insinuaba compararlo con esos políticos convencionales de sonrisa de catálogo, currículo con manchas y billeteras con sobrepeso, él respondía con esa frase: no somos iguales.

Andrés y yo crecimos en dos Méxicos muy distintos. Él, en Tabasco, húmedo y tropical. Yo en Guanajuato, centro del país, tierra de curas insurgentes y zapatos de piel. Su estado, según él mismo, no fue muy eficaz para la evangelización católica por su ubicación geográfica —¡qué suerte! El mío, en cambio, por la explotación de minas como instituciones extractivas durante la colonia, la iglesia y el conservadurismo habían echado raíces que perdurarían hasta ahora.

Los dos somos hijos de comerciantes de clase media baja. Su familia tenía una tienda en Tepetitán, en Tabasco, que luego cerraría; mi padre, comerciante de extintores y tecladista los fines de semana, y mi madre, tianguista de medio tiempo. Como dije, en mi casa no se hablaba de política. Crecí en León, esa ciudad donde, según la canción, “la vida no vale nada”, crecí con edificios públicos y vialidades pintados de color azul del PAN, acompañando a mi padre a eventos en la parte de la ciudad donde se concentraba una clase de ricos que parecían estar en otro México, mientras mis compañeros de secundaria me mostraban zonas de la ciudad donde solo con ellos se podía ir. Una televisión, entre programas y comerciales, se encargaba de repetir justamente que esa era la vida a la que teníamos que aspirar: la del consumismo. Y un sistema económico se encargaba de perpetuar una disparidad social aún mayor.

Crecí en los años donde el neoliberalismo echó a andar su experimento económico, y por décadas los resultados crearon una región que crecía en lo económico a costa de la mayoría de las personas y convirtió a León en una de las ciudades más pobres y violentas de México. El PAN se encargó de despolitizar, de ganar elecciones vendiendo un anhelo conservador, de negar la historia independentista y revolucionaria que existía, de borrar todo principio virtuoso de política y afirmar con ejemplos vastos que a la política se entra para servirse de ella. No sorprende que todo mi círculo familiar tuviese ese asco a la clase política. La generación de mis padres por el desinterés creado por una promesa capitalista, y la mía por el enfoque al individualismo sin restricciones. Ciertamente, con mi amigo fue diferente.

Dicho de otra manera, mientras yo crecía viendo anuncios de shampoo donde todos eran blancos y felices en Miami, Andrés ya escribía libros donde cuestionaba el poder. ¡Mientras yo me peleaba con compañeros de secundaria sobre Yu-Gi-Oh!, él andaba caminando kilómetros, defendiendo las elecciones justas, el conteo de votos, casilla por casilla.

Las razones que llevan a una persona a dedicarse a la política son muchas. Algunas nobles, otras cuestionables, y otras —según mi familia y casi todos los adultos con los que crecí— absolutamente descaradas, al menos que tengas apellido compuesto. Se vive de la política, no para la política, decían, y lo decían con esa seguridad que solo da haber visto demasiados noticieros y haber recibido y creído demasiadas cadenas de WhatsApp o de Hotmail en su momento. Esa era nuestra verdad… hasta que comenzamos a leer la historia más detenidamente. Y, peor aún, hasta que empezamos a poner atención.

En la vida de mi amigo Andrés hay tres eventos que lo forjaron como líder social. Bueno, tal vez cuatro. El primero fue su labor como director del Instituto Nacional Indigenista, donde trabajó con los Chontales en Tabasco. El segundo —y en mi opinión, el más importante— fue haber rechazado la oferta del entonces gobernador Enrique González Pedrero en 1983 de ocupar la oficialía mayor del gobierno estatal. Una especie de “compra-amistad” institucional que él no aceptó. El tercero fue la influencia del poeta Carlos Pellicer en su pensamiento político. Y el cuarto, esa decisión pedagógica de convertirse en portavoz diario del gobierno, primero como jefe de Gobierno del DF y luego como presidente, a través de las famosas mañaneras.

Por supuesto, hay más elementos que lo moldearon: recorrer el país de punta a punta, la fundación del PRD y luego Morena, el Éxodo por la Democracia, la resistencia al desafuero, el plantón en Reforma, la lucha por la defensa del petróleo. Una serie de episodios que, tomados en conjunto, muestran una línea de congruencia poco común: la negativa a servirse de la política. Y en eso —aunque suene paradójico— radica su mayor pragmatismo. Hubiese sido más fácil aceptar aquel cargo en la oficialía mayor. Más cómodo. Más rápido. Más rentable. Pero eligió otro camino, uno más lento, más solitario, más incomprendido. Y eso, lo digo sin sarcasmo, es lo que más me intriga y admira de mi amigo.

Mi amigo y yo somos muy diferentes. Él nació en un rincón tropical de Tabasco; yo, en el corazón conservador de Guanajuato. Creció entre la gente humilde. Por eso, más tarde, cuando él hablaba, las personas lo escuchaban y lo entendían. No necesitaba palabras rebuscadas para explicarse. Sabían, con solo oírle, a qué se refería con la mafia del poder. 

Yo, por mi parte, crecí en un ambiente que podía describirse como apolítico… aunque sería más justo decir que era políticamente desahuciado. Ese había sido, irónicamente, el verdadero triunfo del sistema. Escuchaba a mis tíos, vecinos, y señoras en la fila de las tortillas repetir que todos los políticos eran iguales: corruptos, tranzas, una plaga con cargo público. Y claro, detrás de esa queja venía la lógica más cínica pero efectiva: “Si yo tuviera poder, haría lo mismo.” Esa frase, disfrazada de indignación, era en realidad un manual práctico del neoliberalismo inculcado: aprovecha la oportunidad, no seas tonto.

Durante mi primer año de secundaria, la política era un tema más ajeno que la física cuántica. No se hablaba de nada contemporáneo en realidad. Comíamos con el noticiero de fondo, aunque nadie lo miraba —era un ruido más, como el de la licuadora o los perros del vecino. Yo, como buen adolescente, solo quería escuchar música, evitar tareas y sumergirme en mi mundo (que, a falta de Spotify, era una mezcla entre discos rayados y posters del equipo León). En mi casa, como en muchas otras de clase media baja, la percepción era clara y tajante: los políticos son todos iguales, corruptos y mentirosos.

Con el tiempo y la revolución de los medios de información, descubrimos que esa visión no era casual. No era una verdad revelada por experiencia, sino una narrativa instalada con precisión quirúrgica. Mezclar “la política” con “los políticos” fue una estrategia brillante, y terriblemente efectiva. Porque así, cualquier intento de transformación parecía automáticamente sospechoso. ¿Quién quiere cambiar algo si ya decidió que todo está podrido?

Los autores intelectuales de esa gran estafa emocional: el neoliberalismo internacional y un PRI institucionalizado que funcionaba como prueba viviente de que el cinismo era realismo, y la esperanza, ingenuidad.

Primeros pasos

¿A qué edad tenemos que estar ya politizados? Depende de a quién le preguntes. Lo ideal, supongo, es estar consciente del privilegio y de la composición de nuestro entorno, por las diferencias de ingresos y condiciones. Al menos que vengamos de familias políticas, no nos vemos forzados a entrar en discusiones políticas a temprana edad. Supongo que si se tienen familiares “políticos” (donde el tío es diputado, senador o alcalde y lo mismo se espera de ti), saber y opinar es clara expectativa. Aun así, en el caso cuando se tienen familiares en la política, se puede hablar del negocio de esta. En mi caso, aparte de los vagos recuerdos de las discusiones familiares de las cuales no estábamos equipados para entender. El entorno es crucial. En Guanajuato, estado objetivo máximo de inversión sin distribución ni justicia, donde la economía crece pero los pobres también, el plan era vender la idea de éxito.

La clave era entonces trabajar o estudiar para poder, con esfuerzo, ser dueño de los medios de producción (tu negocio, tu changarro). “Usted piense en usted mismo, mijo”, se escucha como máxima. Ser independiente, ser el propio jefe de ti mismo. Este aspiracionismo guía ciegamente las decisiones: más dinero, más blanquitos, más güeritos, más bien portaditos. Es el software que se va instalando lentamente sin darnos cuenta.

La secundaria que atendí era pública y esto me expuso, sin saber, a las diferencias de clase aún en mi rincón medianamente acomodado. Aprendí a ver ciertas partes de mi ciudad y aceptar la condición sin entender necesariamente su ramificación total.

Fue en esa etapa —esa niebla confusa entre la adolescencia y el inicio de algo que se parece a la conciencia cívica— cuando empecé a notar a Andrés. En esos días, los noticieros de la tarde se dedicaban a repetir que el jefe de gobierno del Distrito Federal había violado la ley, que se creía por encima de ella. Y ahí estaba yo, comiendo frente al televisor, viendo cómo la televisión convertía a un hombre en villano a tiempo completo. Pero, ¿quién era este individuo?

Lo presentaban como un agitador. Un rebelde. Un peligro para México. Pero lo cierto es que el Tabasqueño no había salido de la nada. Venía de una trayectoria profundamente política, aunque no en el sentido que se usa para denostar, sino en el sentido más serio: el de la organización, la resistencia, la idea de justicia. Andrés creció en Macuspana, en una familia de clase media, y estudió Ciencias Políticas en la UNAM. Después pasó un tiempo en la Chontalpa, trabajando con comunidades indígenas como parte del Instituto Nacional Indigenista. No era una carrera de autopromoción, sino una de contacto. Su mayor influencia fue el poeta Carlos Pellicer, que no solo le transmitió una mirada sensible sobre el país, sino que además lo involucró directamente en su campaña al Senado.

Ya dentro del PRI, intentó democratizar procesos desde dentro —una idea que no le pareció a muchos. Como era de esperarse, chocó con la cúpula regional. Su mentor político, Enrique González Pedrero, le ofreció entonces la Oficialía Mayor del estado de Tabasco. Un cargo relevante. Un premio. Una tentación. Andrés lo rechazó. Intuyó que era un intento de compra, tal vez el primero de muchos. Y en lugar de aferrarse al poder, lo soltó. Dejó todo, se fue a la Ciudad de México, escribió, desapareció un poco. Dejó una carta donde lo explicaba y junto con su esposa, se fue. Esa fue su forma de responder.

Años después regresó a Tabasco, esta vez buscando posiciones desde el ala democrática del PRI, encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas. Ante el fraude, convocó al pueblo. Nacieron así los primeros “Éxodos por la Democracia”, protestas masivas que, esta vez sí, consiguieron resultados. Más adelante, dirigió el PRD, consolidó la afiliación al partido, caminó, organizó, insistió. En el año 2000, el mismo año en que Vicente Fox se asume la presidencia con la bandera del cambio democrático, Andrés se convertía en jefe de gobierno del Distrito Federal. Durante sus primeros años, implementó programas inéditos: una pensión para adultos mayores, conferencias de prensa diarias, austeridad fiscal, y obras de infraestructura básicas para la ciudad. A muchos les pareció radical. 

Esta era la persona que los medios corporativos retrataban como un hombre que se creía por encima de la ley. El desafuero, insistían, era simplemente el acto de ponerlo en su lugar, de recordarle que aquí mandaba la Constitución (o al menos la interpretación creativa de ella). Lo curioso —y que solo entenderíamos años después— era que el desafuero era apenas uno de varios intentos mediáticos de frenar su ascenso. Antes ya habían pasado los video escándalos, en los que aparecían personajes de la política local, empresarios como el entonces dueño del equipo León, y escenas oscuras en el paraje de San Juan, todos convenientemente editados para armar la narrativa del “peligro”. A cualquier hora, en cualquier canal, resonaban las mismas voces alarmadas denunciando la construcción de los segundos pisos del Periférico como si fuera una obra salida de un capricho tropical. 

Así pues, uno de mis primeros recuerdos sobre Andrés fue precisamente esa indignación sincronizada de los medios de comunicación —en un tiempo donde las redes sociales aún no democratizaban la conversación, y uno sintonizaba donde pudiera. Era un paisaje sonoro uniforme: conductores de noticias hablando con tono grave, como si se tratara de un inminente golpe de Estado. Recuerdo especialmente a Pedro Ferriz de Con, en RadioFórmula, elevando la voz hasta casi romper la bocina:
“¿Quién se cree este tipo?… ¡El que dice que al diablo con las instituciones! Esas instituciones que nos han costado siglos construir”.

Para ese entonces, yo apenas comenzaba la preparatoria. Mis intereses eran mucho más sociales que los académicos o políticos: fiestas de viernes, maratones de videojuegos, sobrevivir a la clase de matemáticas del profesor Renteria. La política seguía siendo un eco lejano, algo que sucedía allá, de lo que solo escuchabas hablar cuando se trataba de escándalos. Todavía no existía Facebook ni X, teníamos solo fragmentos, y de esos fragmentos salía una imagen cuidadosamente editada: se omitía, por ejemplo, la aceptación popular de los programas de pensiones para adultos mayores, pero se repetía hasta el cansancio su presunta corrupción y de su incivilizada desobediencia.

Aun así, algo no terminaba de cuadrar. Una primera impresión se filtraba como una mosca en el agua de horchata: “Achis, achis… ¿por qué tanto esmero en sacar de una contienda presidencial, a través del desafuero, a un político que, según ellos, era menor?”, preguntaba la mosca nadando en el agua de sabor.
La respuesta, incluso entonces, flotaba en el aire como un rumor mal disimulado: “Le han de tener miedo”.

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